Tuesday, August 28, 2007

Diana (2)

Tot i el poc interès que em desperta el tema, si que trobo més interessant tota la fal·làcia que rodeja al fenòmen mediàtic, així que recupero alguns dels fragments de l'article esmentat ahir de John Carlin (El País, 17 d'Agost):


La brusca muerte de Diana de Gales, el 31 de agosto de 1997, conmocionó al mundo y de un modo especial a la sociedad británica, que exhibió gestos que rompían la flema tradicional de los ciudadanos del Reino Unido. Fallecía una princesa con una vida intensa, propia de un best seller de corte sentimental. Diez años después, pocas personas acuden a visitar la mansión de Althorp en la que está enterrada y en París no hay ninguna señal en el fatídico túnel donde se estrelló el coche en el que viajaban ella y Dodi al Fayed.


(...) Todos los ingredientes del best seller se reunieron de tal manera que si fuera una historia de ficción nadie la creería.

Y como colofón, el escenario donde se llevó a cabo el desenlace trágico, el acto final de la historia: París, la ciudad del amor y la moda; el barroco y dorado Hotel Ritz; la orilla del río Sena. Pero cuando uno va al lugar concreto de los hechos, la imagen cambia; la realidad colisiona con el mito.

(...)El coche, que iba al doble de la velocidad permitida, entró en un túnel y salió; entró en un segundo túnel, y nunca salió. Un lugar más anónimo para morir, en circunstancias más banales (el guardaespaldas era el único que tenía puesto el cinturón de seguridad y fue el único que sobrevivió), sería difícil de imaginar.

(...)
Sobre la salida del túnel por la que el Mercedes hubiera emergido si no hubiera chocado, junto al Pont de l'Alma, que cruza el Sena, hay una escultura de una llama dorada. Muchos de los turistas que acuden al lugar suponen que la escultura es un homenaje a la Princesa. Y por eso, paseando por allí este mes, veo cuatro rosas marchitas y un par de ramos de flores en el suelo, alrededor de la base. Sin embargo, la escultura ya estaba ahí la noche en que Diana murió, a los 36 años. La Flamme de la liberté (La llama de la libertad) es una réplica de la antorcha de la Estatua de la Libertad que vigila la entrada al puerto de Nueva York, y que Francia regaló a Estados Unidos en 1886.

El único recuerdo auténtico de la Princesa cerca del lugar donde murió lo ofrece un muro cubierto de graffitis que fácilmente se podría entender como una competición para ver quién escribe las líneas más cursis sobre ella. Hay mensajes de California, Filipinas, Chile, Honduras y Pakistán; en italiano, japonés, hindú, francés, por supuesto inglés, y también en español. Puede leerse: "Una Princesa en la Tierra / Una reina en el cielo". "Tu belleza es eterna". "Diana, que duermas en paz... ¡qué pérdida para este mundo!"; y, en español: "Lo hemos conseguido. Por fin te dejamos una nota de tres vasquitas bien majas. Lady, que te vaya bien bonito allá donde estés".

(...)

Hay ingleses que siguen expresándose así cuando piensan en Diana, y sin duda los veremos en nuestros televisores la noche del 31 de agosto, pero no quedan muchos. ¿Cómo explicar, entonces, el contraste entre esta relativa pasividad y el estallido de llanto nacional que provocó la muerte de la princesa? El consenso general en su momento fue que los ingleses habían abandonado aquel estreñimiento emocional que los ha caracterizado, que por fin habían liberado su largamente reprimido lado latino. Y con Diana como catalizador. Como dijo el siempre faciloide Tony Blair a la autora de uno de los seis nuevos libros sobre Diana que se han publicado con motivo del décimo aniversario (sólo uno de los cuales ha vendido moderadamente bien), "Diana nos enseñó una nueva forma de ser británicos".

Bueno. Up to a point, como dirían los británicos de toda la vida. Hasta cierto punto. Lo que es verdad es que los británicos son gente inhibida que sufre en el intento de relacionarse de manera natural con los demás. Por eso todavía no tienen claro los hombres si se deben de dar la mano cuando se ven (es verdad: lo hagan o no lo hagan, se sienten incómodos); por eso se emborrachan, para poder dar rienda suelta a sus sentimientos; por eso son tan irónicos, el reflejo nacional por reírse de todo esconde el terror que tienen a mostrarse como realmente son. Y por eso el rasgo que los define (vean las películas de Hugh Grant) es la vergüenza, el estar incómodos, sentirse en apuros.

Los ingleses saben que son así y les duele. Y por eso la Diana que tocaba a los leprosos y lloraba con pacientes con sida moribundos se convirtió en la imagen idealizada, la fantasía hecha carne, de cómo les gustaría ser, a diferencia de la imagen más auténtica que presentaba el resto de la familia real. Empezando por la reina madre, una adicta al gin-tonic que murió cinco años después de Diana a los 101 años: se hubiera cortado las venas antes de dar un beso en público a un homosexual agonizando en un hospital.

El problema es que la "nueva forma de ser británicos" no ha calado. Blair se ha ido, considerado un farsante por gran parte de la gente que una vez votó por él, y en su lugar, ante la satisfacción general del público, se ha instalado un sombrío calvinista escocés. Nunca caló. Cuando los ingleses perdieron a Diana no perdieron a un ser humano; la que murió fue un personaje en una novela, o una película. Como las lágrimas que caen al final de Love Story. No dejan huella. Aunque el recuerdo del desbordado sentimentalismo que exhibieron los ingleses aquellos días no se olvida. Un largo artículo en The Guardian este mes sobre este tema comenzó con estas tajantes palabras: "Se ha convertido en un recuerdo vergonzante...".

(...)

Pero en esto no habrán reparado las señoras que hacían cola en la tienda de Althorp para que el conde Spencer les firmará su libro. Además, ¿por qué hacerlo? La vida privada de Diana fue tan banal, tan poco extraordinaria, como su último amante, el heredero Dodi, que -como ella- tampoco tuvo que trabajar nunca para ganarse el pan; o como su propia muerte, a manos de un conductor borracho en un túnel parisiense cualquiera. No nos dejó ningún recuerdo sólido: ninguna canción, como Elvis; ninguna película, como Marilyn Monroe. Donde ella se realizó y donde su público la adoró fue en el espejo en el que se miraba, en la telenovela donde actuó, en su efímero cuento de hadas.


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